Cyborgs de la «poesía» digital

o una lectura marxista del fenómeno Cabaliere

Jesús Pacheco
10 min readNov 6, 2020
«La carga de la caballería roja», Kazimir Malévich (óleo sobre tabla, 1928–1932)

«En principio, la obra de arte ha sido siempre reproductible» son las palabras con las que comienza «Reproductibilidad técnica» de Walter Benjamin. «Lo que había sido hecho por seres humanos podía siempre ser re-hecho o imitado por otros seres humanos» continúa.

Las teorías marxistas sobre el arte — y más concretamente, sobre la literatura — tal vez sean las más precisas para aproximarse a la lectura de esos pequeños textos cursis que desde hace un lustro inundan las redes sociales y, poco a poco, las librerías.

No extraña, desde luego, el hecho de que esta literatura florezca dentro de las librerías con el abono editorial en un siglo marcado por el modelo económico profundamente consumista y en una existencia virtual que ofrece un contenido que, en la práctica, es infinito. Así, los poetuits y los aforismos sobre paisaje ahogan Instagram y Twitter y «regalan» al consumidor una lectura de fast-food cuyo único límite es la realidad urgente al otro lado de la pantalla.

Estas obras de arte reproductibles, estas diminutas expresiones fruto de la posmodernidad y la hiperconexión de los mundos digitales, han sabido encontrar el mejor consumidor posible como si los astros se alineasen: los jóvenes.

Son los millennials quienes descubrieron Twitter, son los millennials-Z los que llevaron Instagram a la cima, son ellos los nacidos en un mundo posmoderno, en pleno liberalismo, y ha sido imposible ver un nicho de mercado en lo que a los ojos es gratis, puede parecer cultura y no suscita alarmismo entre los grandes medios de comunicación.

Es gratis e inofensivo en apariencia, sí. Así lo ve uno cuando es joven. Es gratis leer eso que es poesía según la biografía de la cuenta de Instagram del autor. Además, es bonito y la poesía es cultura. Es bueno.

— Podría ponérmelo de estado de WhatsApp — o — así me siento yo ahora mismo — podemos decirnos al leer esas palabras. Luego, dejamos un like y compartimos, seguimos a la cuenta y de vez en cuando (si no siempre) comentamos. Aquí ya somos víctimas del consumo, aunque, en principio, el consumo no es nada negativo más allá de su abuso.

Uno lee y lee esos aforismos durante el viaje en bus, mientras se hace la comida, en la hora de la siesta o antes de dormir. Esas cuentas de Instagram crecen. Multiplican su producción aforística. Más fotos, más poesía.

Con el tiempo, esas cuentas cuyos nicks son seudónimos inspirados o en ocasiones el propio nombre del autor — que este se impone como certificado de «hola, soy un poeta real» — van ganando seguidores con el tiempo, aumentan sus likes en cada texto, van abriéndose paso entre los cantantes, futbolistas y youtubers como unos influencers más, famosos del ilimitado mundo de internet.

¿Y cómo es que ese mensaje, esos textos llegan a tanta gente y son tomados en serio como poesía por los jóvenes?

Jean-Paul Sartre escribió en Qu’est-ce qu’écrire ?: «Le poète est hors du langage, il voit les mots à l’envers, comme s’il n’appartenait pas à la condition humaine et que, venant vers les hommes, il rencontrât d’abord la parole comme une barrière» («el poeta está fuera del lenguaje, ve las palabras del revés, como si no perteneciera a la condición humana y que, al acercarse a los hombres, se encontró primero con la palabra como barrera»).

La degradación del significado de estas palabras del filósofo francés son un cierto reflejo de la realidad contemporánea. En efecto, el poeta está fuera del lenguaje y es ajeno a la condición humana. Al menos, el mecánico poeta-productor de internet, el de los algoritmos que le dicen qué palabra le da más likes o retuits, el que tiene como audiencia un ejército de bots que generan en los usuarios reales y editoriales un efecto-patitos para así vivir mejor bajo las leyes del mercado liberal.

Estos textos que se aprovechan del aperturismo actual del concepto poesía para adentrarse en las librerías sobre el susodicho estante junto con Federico García Lorca, Anne Carson, Sor Juana Inés o Luis García Montero, surgen del conocimiento común de la palabra. Sabemos hablar o escribir, comunicarnos en una lengua, desde el colegio nos han enseñado el idioma. Además, sabemos amar, hemos sido adolescentes con las hormonas revolucionadas y unas vivísimas ansias de romanticismo. Estos dos pilares son el motivo exacto por el que es tan fácil escribir poesía y son las redes sociales el lugar preciso de la distribución, por el que todos pueden escribir masivamente poesía.

Si los medios de producción de otras artes se nos enseñaran desde pequeños con el dominio al que se presta un lenguaje que posee una gramática normativa, la invasión de pintores, músicos o escultores (e. g.) en redes sociales sería similar.

Walter Benjamin hablaba de este arte técnicamente reproductible en relación con la poesía lírica principalmente y ve en la fotografía un paso adelante por la democratización del arte. Hoy sería esta poesía el ejemplo perfecto de la democratización del arte, tanto para el productor como para el consumidor.

Por otro lado, Theodor Adorno entendía que en esta reproductibilidad se degradaba el arte por culpa de la comercialización. Esta visión se expone con claridad cuando uno lee esta poesía en clave de poesía.

Otro concepto interesante dentro de la crítica marxista es el de narodnost («popularidad»), referido al triunfo social de la obra de arte por su conciencia social, los sentimientos sociales. Cuando uno es joven, allá por los dulces catorce años o los estresantes dieciséis, los temas más importantes tienden a ser el amor y el desamor, en ocasiones motivos reivindicativos como el feminismo, pero esencialmente el amor y el desamor.

Entonces, el nuevo poeta-entrepreneur sólo tiene que estudiar de manera superficial unas gráficas que ofrecen las propias redes sociales sobre la audiencia según el contenido. Ensayo y error. Qué días de la semana subir una frase de amor y a qué hora. Cuántos versos tiene que tener. Qué palabras no pueden faltar.

Sin embargo, hay miles de páginas en Instagram y Twitter así. ¿Cómo se puede triunfar? Aquí ya entrar estrategias de marketing: bots, feed, horarios, programación, un nombre que enganche y una buena imagen representativa. Sea pues, la persona se convierte en una marca, en una empresa. ¿Quieres ser tu propio jefe? Hazte poeta.

Por otra parte, hace falta la colaboración del consumidor. Una marca oferta y un usuario demanda. Ya existen los temas clave, pero ¿por qué cobra la relevancia suficiente como para llamarla poesía? Porque en el colegio nos enseñan que la poesía es Bécquer, es Quevedo y es Lorca. Porque nos enseñan que la poesía es expresar los sentimientos en verso. Porque nos enseñan que la poesía es cultura. Leemos esta poesía porque nos identificamos con esos textos rápida y fácilmente. Los llamamos poesía porque tienen versos, son sentimientos y el propio autor los llama así, poemas.

Tenemos una masa de adolescentes, amantes de la poesía fast-food, fans de una cuenta que les ofrece todo lo que necesitan leer en Instagram o Twitter. Tenemos, también, una marca ya famosa que produce textos para acrecentar su fama, llegar a lo más alto y sobresalir de la masa de usuarios anónimos de la red. Con ambas partes del acuerdo consumidor-productor cumplidas, sólo nos falta mercantilizar el contenido, sacar un beneficio económico de esto. Aquí entra un nuevo canal de distribución (en palabras de Robert Escarpit) antes de llegar al nuevo consumo regido por el mercado: la editorial.

La editorial supone ser, pues, una empresa especializada en distribuir el producto con la certeza de que tanto productor como distribuidor obtendrán un beneficio económico de ello. Aquí entran en juego algunas estrategias editoriales para ganar resonancia y acrecentar el fenómeno fan. Por ejemplo, llamar edición a lo que en realidad es impresión/tirada. Resulta poco creíble que un libro se descubran tantas erratas o se den tantos cambios en el primer mes de publicación. Así, podemos ver que en el primer año de publicación de un libro este llega a las dieciséis ediciones — se ha de tener en cuenta de que dicha estrategia no es exclusiva de esta poesía — e iguala o supera en número de ediciones a Poeta en Nueva York y Don de la ebriedad, por citar dos títulos ya clásicos en nuestra literatura.

Entonces, esta estrategia editorial dota de cierta seriedad a la poesía, la consagra en cierto modo. — Si está en la estantería de la poesía, es de uno que en Instagram se dice así mismo poeta y escribe frases con mucho sentimiento, además es famoso y tiene tantas ediciones, es que estoy ante el nuevo Bécquer — podemos decirnos alguna vez.

Dicha situación comenzó a darse en 2016 y 2017, cuando surgieron editoriales especializadas en esto con bonitas ediciones, portadas de mujeres pálidas y famélicas semidesnudas, títulos con palabras preciosas rebosantes de romanticismo y distribuidoras magníficas que llegaban a todas las librerías de la ciudad.

Después, las firmas de libros con largas colas. Inmediatamente, el fenómeno fan llegaba a su cénit. Podíamos conocer a esa persona con decenas de miles de seguidores, ese que escribe cosas que reflejan mis sentimientos a la perfección, podíamos sacarnos una foto con él, que nos firmara un libro. Pronto, se comenzaría a cobrar entrada por escucharlos leer sus poemas en teatros o bares, llenarían locales como promesas del rock de los noventa.

En los últimos años, hemos visto cómo han llegado los reconocimientos públicos a estos poetas del coaching profesional. Hubo escándalo cuando una de estas escritoras ganó el premio Ciudad de Melilla en 2017, resultando extraño cuanto menos por su calidad literaria. En 2018, uno de ellos se presentó a un concurso televisivo de talentos y lo ganó. Mientras, otra escritora de dicha índole y bajo la tutela de Benjamín Prado iba abriéndose un hueco en una de las editoriales de poesía más prestigiosas del país. Después, en 2019, esta escritora tuvo otro escándalo al ganar un premio importante premio de narrativa breve habiendo firmado supuestamente con dicha editorial años antes la publicación de un libro que no llegó a publicarse hasta que recibió ese premio de la editorial, dotado de una suma económica y el propio prestigio del galardón. Como mínimo, sospechoso.

Sin embargo, en este 2020 cargado de emoción, desgracias y absurdo, un tal Rafael Cabaliere obtuvo el Premio Espasa de Poesía, dotado con 20000 € y la publicación en una de las principales editoriales del país.

En un principio parecía que nadie había oído hablar lo más mínimo de él. Al buscarlo en Twitter e Instagram, se descubría un gran ejército de seguidores, fans de su poesía. Leer su obra, en cambio, era la cima de lo absurdo, la máxima expresión de la degradación del poeta-influencer. Las noticias llegaban sobre este fenómeno: casi la mitad del jurado no lo votó, el premio no se quiso dejar desierto, hubo cientos de libros presentados y, lo más importante, ese nombre era un seudónimo, sólo había una foto suya en internet y nadie lo conocía en persona. Al poquito surgieron las teorías sobre si era un bot y no una persona. La editorial, por supuesto, alarmada lanzó un comunicado en que hablaba desde un primer plano la persona real detrás de Rafael Cabaliere para decir que no era un bot, pero eso hizo creer con más motivos que sí era un bot.

Que la mercantilización de la poesía, convertida en el producto de una marca para llegar así a un consumidor, se estuvo dando años atrás es un hecho. Esto, en cambio, premiar con 20000 € de premio literario a un ente productor, ajeno al lenguaje, sí ha creado cierta alarma por la degradación de la poesía. Una cosa es democratizar el arte, hacerlo accesible a todas las clases, otra cosa es la suplantación del eslogan a la poesía en las marcas personales o empresariales. Porque basta un buen eslogan, un aforismo o micropoema, para así afirmarse como poeta y tener una base para poder producir este contenido indefinidamente bajo esta consigna, bajo este engaño. Y las editoriales lo ven clarísimo. A fin de cuenta, son empresas. Sin embargo, la autonomía del individuo como escritor se diluye en el mercado y las masas.

Theodor Adorno parte de la dialéctica hegeliana del «el desarrollo surge de la resolución de las contradicciones internas en un aspecto concreto de la realidad» para exponer la obra del compositor Schoenberg y su revolución «atonal» como fruto de un contexto histórico de extrema comercialización de la cultura, que destruía la capacidad del oyente para apreciar la unidad formal de la obra clásica. Adorno describía como atonal de manera psicoanalítica refiriéndose a esta como compuesta de lastimosas notas aisladas impulsos del inconsciente que hacía perder el control individual (Raman Selden, 2010).

Seguramente era una exageración la de Adorno frente a esta música de Schoenberg, pero lo que sí es un hecho el que estos planteamientos e ideas pueden vincularse con el desastre de Rafael Cabaliere y cómo el mercado liberal es una enfermedad de la literatura, donde la poesía — como género con un menor número de lectores frente a la narrativa — opta por venderse como producto acomodado a la demanda de los adolescentes, consumidores principales del merchandising de los ídolos sociales. Lo que antes eran discos de Guns N’ Roses o Mecano, ahora también son los libros de los influencers. Por eso ahora todos escriben libros y tras los libros llegan las agendas, las tazas y las camisetas de poetas.

Han degradado la obra literaria al producto, a la masa, víctimas del capitalismo consumista, la literatura se ha democratizado, los poemas ahora son — parafraseando a Adorno al referirse a la narrativa — cáscaras vacías de la individualidad y tópicos fragmentarios de un lenguaje.

Las editoriales (o empresas) lo saben, se aprovechan de esto. Es el mercado, es una trampa, caemos en ella, hacemos que siga el círculo, que no se pierda la cadena, todos ellos ganan, es el mejor negocio entre los libros, pero es un negocio más entre las grandes empresas y la economía liberal. Rafael Cabaliere ha sido un detonante, un «por aquí no más, esto es ridículo» de los escritores, editores y lectores que no se dejan morir por el dinero o la fama que ofrece esta poesía fácil. Además, la entrevista que le hicieron confirmaba todo lo sospechado sobre este suceso más del surrealista 2020.

Los poetas nacidos del aforismo y el amor adolescente de las redes sociales, los poetas superventas, no son otra cosa que marcas especializadas en vender un simulacro de literatura a los más jóvenes que buscan comprensión en un mundo digital entregado a la fast-food. No hay poesía en esta poesía.

--

--

Jesús Pacheco
Jesús Pacheco

Written by Jesús Pacheco

Leo y escribo. 03/04/2000 Murcia (España)

No responses yet