Los Intocables de la posmodernidad

Jesús Pacheco
6 min readNov 1, 2020

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o «cancelar la Cultura de la Cancelación»

«Paisaje con la caída de Ícaro», Pieter Brueghel (1554–1555, óleo sobre lienzo)

Touchable escribían en la pared tras el asesinato de Oscar Wallace en la consagrada película The Untouchables de Brian de Palma. Los Intocables poco tiempo estuvieron con todos sus miembros en pie y resultaron no ser tan intocables tras la segunda baja, Malone.

El pasado julio, un grupo de 153 intelectuales con nombres como Noam Chomsky o Margaret Atwood denunciaba en la revista Harper’s su disconformidad y rechazo a la llamada cultura de la cancelación.

Como si la posmodernidad se acabase de inventar y no llevásemos décadas en convivencia con la todopoderosa desmitificación, estos intelectuales parecían descubrir unos comportamientos de rechazo masivos capaces de acabar con cualquier figura pública.

Y sí, es cierto que aquella modernidad líquida de la que hablaba Bauman está lejos, que tal vez la teoría nietzscheana del eterno retorno nos alcanza en ocasiones y, del mismo modo en que durante las grandes crisis sociales de la historia de España como aquella del siglo XVII, la sociedad comienza a masificarse.

Esta no es la modernidad líquida. Aquí no hay majestuosas esculturas del ego. Aquí fue el ego. Ahora, el fantasma del individualismo queda como una mera voluntad diluida en una sociedad que tiende a la masificación.

Sin embargo, son los motivos político-sociales, las diferentes perspectivas y los opuestos como pueden ser capitalismo vs. comunismo, o las simples opiniones contrarias en temas de relevancia social como el machismo y el racismo, que generan rivalidades y «luchas» entre partidos políticos, los motivos de esta polarización masiva.

Es fácil, entonces, que el colectivo LGTB cancele a una persona como J. K. Rowling por sus afirmaciones e ideas en contra del colectivo trans. Figuras como J. K. Rowling —que, por cierto, firma también en este manifiesto contracultural— que tienen millones de followers en redes sociales poseen una gran influencia sobre sus seguidores, especialmente los más jóvenes o los más fanáticos.

Así pues, la cancelación se lleva a cabo a través de las redes sociales, normalmente con uno o dos Trending Topic y una masiva campaña social en aras de la destrucción de la imagen pública. Estos ídolos con millones de likes, en la cima del bestseller, con largas carreras en el cine, la música, la literatura, internet, etc., cuyas imágenes públicas se encuentran sumergidas en las redes sociales, resultarían no estar tan arriba en el Olimpo, no serían tan intocables, sino que cada uno de los usuarios registran en Twitter, Instagram o TikTok tendría voz y voto, la capacidad de empezar una gran bola de nieve colina abajo. Sin embargo, la búsqueda de la primera baja de estos intocables no es nada sencillo. No ya por el hecho de que buscar a alguien que se ha pretendido borrar del mapa resulta una tarea ardua, sino porque esto que los intelectuales tachan de nuevo permanece entre nosotros —haciendo más o menos ruido— desde hace al menos una década, que es cuando se empezó a gestar, y desde hace un lustro, el momento en que los influencers existieron como tal y vieron estos comportamientos peligrosos.

Apunto que esta cultura de la cancelación comenzó a gestarse en los primeros años de la década de 2010 porque aquí empezaron a crecer las principales redes sociales —salvo TikTok, que es mucho más Z que Millennial—, Tuenti nació para morir antes de la segunda mitad de la década y —frente a Twitter e Instagram— Facebook se convirtió lentamente en la red social de los boomers y los movimientos político-sociales cobraron fuerza.

Ante este panorama, vemos que las primeras cancelaciones masivas sucedían en Twitter e Instagram, no en Facebook. La exclusión de Facebook se debe a que, como he mencionado antes, esta red social tenía y tiene un principal número de usuarios mayores de 35 o 40 años, los nacidos en la década de 1970 (fecha que algunos sociólogos apuntan como nacimiento de la posmodernidad).

En cambio, son los jóvenes, los nacidos en la segunda mitad de los 90 hasta lo que podría ser ya 2010, quienes participan de forma más activa como anónimos usuarios de internet en esta cultura de la cancelación. Y no han inventado nada realmente, la desmitificación es una característica esencial de la posmodernidad ya disfrutada y contemplada en el arte o en la literatura.

Un ejemplo claro se encuentra en la figura del Quijote. Mientras que en la modernidad nos hallábamos ante un don Quijote idealizado, buscador de la bella Dulcinea, dios protagonista de letanías y admiración idealizada, en la posmodernidad vemos a un don Alonso, Señor de los Tristes, desidealizado, en los poemas de Manuel Vilas o Luis García Montero. Esto nos lleva, como vemos, al desengaño de la posmodernidad. Bruno Latour nos lleva advirtiendo unos años de que la modernidad ha muerto, que ese irrealizable sueño de progreso y victoria propio de la modernidad crea un mito, un mito que la posmodernidad se encarga de destruir. Sin embargo, esta posmodernidad no sería una antimodernidad, pues aún poseemos la crítica a la desigualdad y la fe en la ciencia.

Esta desmitificación se traduce en las redes sociales como el fenómeno de la cultura de la cancelación. Son los usuarios, generalmente anónimos, aunque en muchas ocasiones también participan figuras públicas, quienes —como si se tratara de un Avengers, assemble— se unen para bajar del pedestal al que se creía intocable. Esta desmitificación es el núcleo del desengaño que parte de la división entre el artista y la obra, un debate posmoderno que divide en dos a la sociedad entre los que no dividen a la obra del autor y los que creen que es necesario. Sin embargo, para la resolución de este debate hace falta tomar en cuenta diferentes puntos de vista y situaciones remarcables.

Por una parte, hay que entender al artista en su contexto histórico-cultural. Las ideas de un autor vienen de la educación de este, de la filosofía y del contexto sociocultural. Ponían de ejemplo en un debate de PlayZ —debate del que he tomado la idea de escribir este artículo— sobre este tema a Picasso, aunque del mismo modo funciona Pablo Neruda para ver cómo la sociedad del siglo XX era machista y homófoba. Hoy en día sería inentendible que el Partido Comunista denegase el ingreso de alguien únicamente por ser homosexual, como ocurrió en 1965 con Jaime Gil de Biedma cuando intentó entrar en el PSUC.

Por otra parte, hay que entender el boicot a la obra como una forma de protesta contra el autor, lo que puede suponer una huella económica y un daño a la imagen pública irreparable. Sin embargo, no siempre se puede cancelar la obra. En la literatura es entendible, pero en ámbitos como la ciencia o la filosofía se ha llegado a ver la cancelación de Darwin por racista, Einstein por machista o Gustavo Bueno por nacionalista. Cancelar los aportes de estos autores a la ciencia y la filosofía, aunque tuviesen algunas ideas absolutamente reprochables y erradas no pueden ser motivo para censurar la obra completa del autor.

Hay que entender que cuanto más suba un autor en la escala de la fama y repercusión en redes sociales, más fuerte será la caída tras el desengaño de su audiencia, una audiencia cada vez más masificada que parece dividir la vida en izquierdas y derechas. Mientras, los que públicamente no están posicionados en ninguno de estos dos grupos, temen el comentario que los haga caer en un lado o en otro, temen la cancelación por una parte de su audiencia todavía heterogénea, temen la cancelación y se saben mortales a manos de la juventud. Y digo juventud porque los grandes medios no suelen participar de esta censura, recordemos que personalidades como Pérez-Reverte se quejan de la censura y la falta de libertad de expresión escribiendo desde los más importantes medios del país y publicando novelas en las principales editoriales. La cultura de la cancelación es, al final, una característica intrínseca y consecuente de esta sociedad contemporánea con la que hay que aprender a convivir: hoy es imposible cancelar la cultura de la cancelación.

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